¿Tienes algún libro, serie o película favorita? Seguramente alguna vez has disfrutado mucho de una buena historia, al punto que deseas que tus mejores amigos y familiares la conozcan para que ellos también lo disfruten, y lo mejor de todo, para comentarlo después ¿Harry Potter, Los Juegos del Hambre, El Señor de los Anillos?
A mí me pasó cuando leí el libro Los Miserables de Víctor Hugo, quedé impresionado, la historia es magnífica, los personajes apasionantes y las descripciones excepcionales. Se lo recomendé a varias personas, entre ellas a mi mamá. Después que ella leyó el libro pudimos comentarlo y decidimos ver una de las películas que se han hecho sobre la historia… y pudimos decir: “estaba mejor el libro que la película”, parece el comentario clásico de los lectores presumidos… pero no me digas que tú no lo has usado alguna vez.
Si esto ocurre con un libro, cuánto más ocurre cuando nos encontramos no con un libro bueno, ni siquiera con un gran libro, sino con el Verbo mismo, la persona de Cristo. Cuando experimentamos a Dios en nuestra vida: en la oración, en el apostolado, en una confesión, te sientes lleno de gracia, de una alegría que te desborda. No es un placer limitado que se consume mientras lo disfrutas, como un buen pastel, sino una experiencia que va más allá de lo material o temporal; es más bien como la belleza de un atardecer, que puede ser disfrutada y compartida por muchos sin disminuir, o como una verdad, que se esparce como una llama, y que no pierde fuerza, sino que la aumenta cuando es compartida por más personas.
Así, cuando nuestro encuentro con Cristo sea auténtico nos sentimos más que deseosos de compartir nuestra experiencia con los demás, para que ellos también disfruten de la bondad de Jesucristo y para que después podamos compartir la experiencia.
Cuando descubrimos la mano de Dios en nuestra vida, naturalmente nos sentimos radiantes y deseosos de compartir nuestro encuentro. Es curioso que tanto los momentos felices como los momentos más difíciles de nuestra vida pueden adquirir un sentido mucho más profundo cuando se analizan bajo la mirada de la fe: porque entonces percibimos que Dios está verdaderamente presente en cada instante de nuestro caminar; Él permite lo bueno y lo malo para nuestro crecimiento.
Cualquier persona que ha tenido una experiencia que ha cambiado su vida desea compartirla con los demás, piensa en quienes han descubierto una manera de vencer una adicción, o han encontrado un tutorial que explica claramente qué significa la tangente justo antes del examen semestral… quiere que sus amigos lo sepan.
Si te has encontrado con Jesús alguna vez: en un retiro, en oración personal, en una confesión, y eso te ha transformado, estarás deseoso que otros conozcan también a aquél que pudo convertir el agua en vino (Jn 2, 1-11), y que alimentó a cinco mil hombres con cinco panes y dos peces (Mt 14, 13-21).
Los setenta y dos discípulos habían visto a Jesús sanar enfermos, expulsar demonios y proclamar su mensaje de salvación y conversión.
¿Tú has visto a Jesús actuar en tu vida? Con esto no me refiero a la vista corporal, la de tus ojos, sino a la mirada del corazón, la de la fe. Sí, sí lo has visto en tu vida, por eso quieres descubrir cuáles son las implicaciones de ese encuentro; como los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-25), que habían convivido con Jesús sin saberlo, pero cuando se dieron cuenta se pusieron en marcha… había comenzado su vida apostólica.
Es triste pensar que muchas personas prefieren no conocer la verdad, a Jesús, porque intuyen que una vez que la encuentren se volverá demasiado exigente. ¿Quién puede mirar a Dios cara a cara, o experimentar su misericordia y continuar una vida indolente, fría y dura? ¿Tú qué vas a hacer con tu experiencia de Cristo? ¿Te la quedarás para ti? ¿La esconderás porque te da pena que otros la conozcan o te da pereza trabajar? No te vaya a ocurrir como al siervo que ocultó su talento bajo tierra, no le fue nada bien (Mt 25, 18).
Si tienes algunos de estos sentimientos tal vez tu encuentro no fue total o completo y será necesario pedir esa gracia, pues quien de verdad se encuentra con Jesús quiere que otros lo conozcan. Como la Mujer Samaritana que exclamaba “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (Jn 4,29)
Si tu corazón es otro después de haber recibido la misericordia de Dios, de haber visto cómo Él ha estado presente en tu vida, incluso en momentos en los que parecía tan lejos… es entonces cuando no puedes contenerte, hay que salir y transformar a los demás, porque lo bueno se contagia.
Recuerda que el bien se transmite fácilmente, es difusivo. Y lo que es sumamente bueno, es sumamente difusivo. Así es Dios, se contagia, pero no por picaduras de mosquito, ni como un resfriado. Dios se contagia cuando nosotros colaboramos con su mensaje y misión, ¿te animas?
Comments