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Queremos amar pero no sabemos cómo

De las primeras verdades que aprendemos desde que somos pequeños es que “DIOS ES AMOR”. Te lo dicen en misa, en clases de catecismo, lo cantamos en canciones y hasta lo podemos leer en la estampa de algunos autos que ruedan por la ciudad donde vivimos. Es una afirmación completamente verdadera, inmutable y eterna. Es fácil creer que fuimos creados por Dios todopoderoso que es la fuente de todo amor y que somos capaces de amar. Entonces… ¿Cómo reconocemos el amor de Dios? ¿Dónde lo encontramos? ¿De dónde lo sacamos para poderlo dar?

Amor es una palabra pequeña que con 4 letras puede cambiar la vida entera de un ser humano. Actualmente se habla mucho del amor y puede vivirse de mil maneras; puedes amar a tu familia, a tu novio(a), a tu esposo(a), a tus amigos…tener amor por una causa, un proyecto… en fin, los católicos sabemos que amamos porque así hemos sido creados, según la Biblia “a su imagen y semejanza” (Gen. 1, 27). Para iluminar nuestro camino hacia la comprensión del amor de Dios, el Papa emérito Benedicto XVI nos dejó un desglose muy práctico, demos un vistazo a la encíclica Deus caritas est, donde encontraremos 2 grandes caminos hacia el descubrimiento de este amor divino.  

1. En la creación y la historia de salvación

Esto del amor nos lo hemos cuestionado desde el tiempo de los primeros filósofos griegos, quienes ya distinguían entre eros y ágape. El Papa explica la diferencia entre el amor carnal y el amor espiritual con la imagen de dos fuerzas que se estiran en direcciones opuestas. La primera fuerza, eros, mantiene al amor en un plano terrenal propio del cuerpo y sus impulsos, y con ello puede ver al cuerpo como una mercancía. La segunda ágape, ya se extiende hacia el cielo, en la búsqueda del hombre por alcanzar una felicidad profunda que no viene de sí mismo sino de un bien mayor. Sin embargo, esta concepción del hombre partido en 2 suena a la idea platónica donde el cuerpo y el alma son cosas independientes, deja corta la definición de amor que Cristo viene a proponernos.

La gran novedad de la fe que se expresa en la Biblia, no sólo reside en que tenemos un solo Dios, sino que ese mismo ser omnipotente y todopoderoso ama a sus elegidos de forma predilecta. Ama tanto al pueblo de Israel, que los saca de Egipto, los lleva a la tierra prometida, y al final les presenta a su Mesías. ¡Imaginen la locura que implica el amor de Dios por su pueblo! Es como si una persona nos amara a nosotros por miles de años sin dejar pasar un día en que con señales nos diera a conocer su cariño. Literal, Dios escribió el romance más largo de la historia. El relato de cortejo, noviazgo y matrimonio que va tejiendo con su pueblo muestra que al final está asegurada nuestra salvación.

2. En el ejercicio del amor, la caridad cristiana

Por supuesto, como todas las historias de amor, la de nuestra redención tiene una gran final. Dios nos demuestra el amor verdadero mandando a su Hijo a la tierra, y no sólo nos da la persona de Jesús: Dios hecho hombre, sino que también nos da su palabra y sus enseñanzas. Las palabras de Cristo se convierten entonces en alimento del alma, como dice el Papa:

“Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre -aquello por lo que el hombre vive- era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera comida” (Deus caritas est, n.13).   

Ahora bien, se pueden preguntar ¿Qué relevancia tiene esto en mi vida? Yo hago el bien a mi familia, doy limosna a los pobres, voy a misa los domingos y apoyo con un poco de comida enlatada para las comunidades marginadas, ¿no cumplo ya con todo lo necesario para ser un buen cristiano? Si nos remontamos a lo que propone la segunda parte de esta encíclica, veremos que no se trata de reconocer el amor de Dios cumpliendo con una serie de actividades que vamos marcando de la lista de “buenas obras”, sino estar en sintonía con un amor que quiere ascender a la perfección de donde proviene.

Recordemos que la Biblia llama mentiroso a quien dice amar a Dios pero aborrece al hermano, (cf. 1 Jn 4, 20) ¿cuántas veces no despreciamos a los de la oficina? ¿a algún compañero de clases? ¿al que se nos atravesó en la calle? Qué fácil es levantar falso testimonio sobre la vida del vecino que tiene problemas con su familia, o “compartir” en redes sociales las fotos humillantes de la estrella del momento que hizo algo denigrante bajo los efectos del alcohol. ¿Te suena a que amas a tu hermano?

Me atrevería a decir que muchas veces somos una caricatura de lo que realmente implica ser un seguidor de Cristo. Preferimos cuidar la apariencia, seguir teniendo -me gustas- en nuestro muro y publicar sólo la parte armoniosa de la fe que se vende en bellas imágenes con frases que incluyen palabras trilladas como bendiciones, luz y amor. Cuando estar abierto al amor lleva a querer amar como hemos sido amados: reconociendo los defectos y errores, pero acompañando con paciencia y ternura.

Hoy pedimos a gritos una probada de ese verdadero amor, vamos por la vida tratando de llenarnos el alma con viajes, amistades influyentes, puestos de trabajo, títulos de universidades y entre más cosas suben a nuestra espalda, menor es el espacio que dejamos para voltear la mirada al cielo. También existen falsas ideas sobre los términos de superación y justicia, que nos pueden inclinar a creer menos en la caridad y más en ideas como tolerancia, “respeto” a la vida del otro, poder sobre nuestro cuerpo, entre otras. En fin, tanto el afán de acumular y ser validado, como el interés por mantenerse al margen de la vida del prójimo, nos excluyen de la experiencia del verdadero amor. Dice el sumo pontífice:

 “el « mandamiento » del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser « mandado » porque antes es dado” (n.14).

¡Entonces está clarísimo! Nos corresponde a ti y a mí, jóvenes católicos que decimos seguir los pasos de Cristo, responder “-con nuestro hablar, nuestro silencio o nuestro ejemplo-“ (n. 31) como testigos fieles del amor que hemos experimentado.

En conclusión

Deus caritas est nos llama a responder a las necesidades del prójimo, a ser parte de las miles de actividades caritativas que la Iglesia, a través de cada parroquia y asociación, extiende para quienes más lo necesitan. Esta encíclica nos invita a ser “personas movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido conquistado por […] su amor, despertando en ellos el amor al prójimo (n. 33). Hacerlo no es tan complicado, lo difícil es salir de uno mismo y empezar a ser parte de la misión originaria de la Iglesia, empezar a ser comunidad. Es verdad, no suena a que seremos considerados los súper hombres de la historia, pero recuerda que muchos santos llegaron al cielo por hacer de lo pequeño algo extraordinario.

No olvides dejar tus comentarios, dime qué temas te gustaría tratar o qué cosas te inquietan o hacen temblar las razones de tu fe. Juntos sigamos mirando con amor para así transformar poco a poco el mundo que tanto necesita de la alegría de ser jóvenes católicos.

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