“Bienaventurados los misericordiosos porque obtendrán misericordia”, dice una de las bienaventuranzas, las claves que nos dejó Jesús para ser felices acá en la tierra. Mientras el mundo promueve un mensaje en el que la felicidad está medida por el éxito personal y la comodidad a costa de todo, ser misericordiosos con el prójimo es visto como un retroceso y un obstáculo en el camino del prestigio y de la fama. No dudemos, ser cristianos pocas veces en la historia ha estado de moda. Pero tenemos el mayor ejemplo: Cristo se hizo hombre por amor a nosotros y no hay signo más grande que demuestre su misericordia que tomar nuestra condición para abrirnos el Cielo.
San Juan Pablo II fue el gran devoto de la Divina Misericordia. Muy ligada a Polonia y a su pontificado, esta devoción guió siempre sus pasos y fue durante la canonización de Sor Faustina Kowalska, la santa a quien se le apareció Jesús Misericordioso, que instituyó oficialmente la fiesta de la Divina Misericordia en toda la Iglesia. Testigo y mensajera del infinito amor que tiene Dios por todos los hombres, Jesús le manifestó que el día de esta festividad se derramará “un océano entero de gracias sobre aquellas almas que se acerquen a la fuente de Mi misericordia” y así obtendrán el perdón completo de sus pecados.
Esta celebración nos viene a recordar que el único camino para que la humanidad encuentre la paz es dirigirse con confianza a la Divina Misericordia. De ahí, brotan todas las gracias y todos los regalos que Dios nos quiere dar si somos humildes y nos reconocemos necesitados de su misericordia. Las letanías de la santa polaca se rezan a las tres de la tarde, en sintonía con la hora en que Jesús murió en la Cruz, y con ellas se implora la salvación del mundo entero.
“Cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia” le dijo Jesús a Sor Faustina. Y todavía nos cuesta creer. Proclamamos que Dios es santo, que Dios es justo, pero nos cuesta abandonarnos en su misericordia. No nos damos cuenta que, si nos arrepentimos de corazón de nuestros pecados, volvemos a ser un alma pura , y nuestras faltas se borran para siempre de la memoria de Dios.
La misericordia, “la cédula de identidad de Dios”, como dice el Papa Francisco; es el signo de que Dios pone todo de sí para que nos salvemos. Pero necesita de nuestro consentimiento, necesita de nuestros propósitos de conversión. Si su misericordia es infinita y nos perdonará cualquier falta, sin importar su gravedad si hay arrepentimiento sincero, entonces es posible que solo nos falte oración para que esa contrición sea verdadera y llena de ganas de recomenzar. “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía San Agustín y como somos protagonistas de nuestra salvación, es nuestra libertad la puerta de acceso a la vida eterna o la terrible puerta a la condenación.
“Lento para la ira y de gran misericordia”, así es Dios con nosotros. Su misericordia es, como lo dice el tratado del Papa Francisco “Misericordiae Vultus”, el Rostro de la Misericordia, “fuente de alegría, de serenidad y de paz”. Por eso es lógico que se espere que un cristiano sea siempre alegre, porque sin importar nuestro pecado, tenemos un Dios que nos ama sin límites y nos perdona siempre.
Así como es la forma de amar de Dios, también tiene que ser la forma de vivir de los hombres. ¿Cómo poner en práctica esta virtud? Las obras de misericordia son nuestra gran llave al Cielo: visitar y cuidar al enfermo, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar al cautivo, enterrar a los difuntos. Y la lista puede ser infinita, como también son infinitos los caminos para aliviar y consolar a los que están cerca nuestro. Será cuestión, entonces, de estar atentos y saber leer las necesidades de los demás.
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