A la afirmación de existencia de Dios los ateos siempre le han encontrado algunos “peros”. Probablemente, ninguno tan poderoso como el problema del Mal, de la Injusticia.
Y quizás nadie ha expresado más poderosamente ese problema que ese fervoroso y atormentado creyente que fue Dostoyevski, en el famoso diálogo entre Iván y Aliosha (“Los hermanos Karamazov”). Reproduzcamos sólo un párrafo. Tras reconocer Iván que cree en la existencia de Dios, pero que no puede aceptar la existencia del mal –y, concretísimamente, el sufrimiento de los niños. Iván le empieza a narrar a su hermano una verdadera antología de sucesos monstruosos, de casos reales tomados de periódicos, en los que niños inocentes sufren situaciones monstruosamente crueles, dignas de la mente de un Hitler o de un Ramsay Bolton. Y llegado un punto, encara a su hermano-un joven religioso- diciéndole:
“¿Te imaginas a esa infeliz criatura, a merced del frío y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre, golpeándose con los puños el pecho anhelante, derramando inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra? ¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto algún fin? (…) Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños…! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliosha. ¿Quieres que me calle?”
¿Es, entonces, el problema de la injusticia y del mal la prueba definitiva de que Dios no existe? No creo poder resolver un problema de este calibre en dos páginas de artículo, pero sí sugerir un par de puntos de luz interesantes.
Partamos del análisis del bicho. ¿Qué es una injusticia? Para que percibamos algo como tal, tienen que darse dos ingredientes.
Primero: tenemos que percibir ese algo como subjetivamente malo: como un mal para mí, o un mal para algún otro. Esto es evidente y no requiere gran explicación.
Segundo: tenemos que percibir ese mal como objetivamente no debido. Aquí entramos en terreno interesante. Porque el hecho de que llueva el día que iba a salir de excursión es un fastidio, pero no lo percibes como una injusticia (a menos que le eches la culpa a Dios de las condiciones meteorológicas). No te parece injusto que tu gato Silvestre se coma a tu canario Piolín: te parece lamentable, y la próxima vez procurarás poner al pajarraco a buen recaudo, pero sabes que así son los gatos y así está hecho el mundo. Porque no hay ninguna ley escrita, ni en tu corazón ni en el cielo estrellado, que afirme los derechos de los canarios a ser respetados por los gatos, ni que garantice a todos los excursionistas días de sol cada vez que se les ocurra sacar del armario las botas campestres.
Y, sin embargo, nos parece una injusticia el Holocausto judío, nos parece una injusticia que los especuladores bursátiles se forren mientras las familias trabajadoras son desahuciadas de sus pisos, y nos parece injusto que los desastres naturales golpeen repetidamente a Haití, y que su gente no halle modo de levantar cabeza ni de escapar jamás de la miseria.
Pero, ¿por qué sentimos que no debería ser así? ¿Dónde está escrito que los inocentes y buenos deban vivir, y que los niños no deban morir de enfermedades raras y dolorosas?
Naturalmente, esa suposición deriva de captar ciertos valores. Fijémonos, por simplificar, sólo en uno: el valor sagrado e inviolable de la persona humana. Ése es el núcleo diamantino del que brota todo lo demás, y sin el cual, las declaraciones de Derechos Humanos no son tienen más peso que un chiste grotesco contado en twitter por un borracho sin amigos.
Pero ese valor, ¿en qué se basa? ¿Es una ilusión subjetiva, una ocurrencia que tuvo éxito, y sobre la que nos ha parecido bien ponernos de acuerdo? ¿O existe un orden de leyes –un orden ontológico, real– que afirma y protege de verdad ese valor?
Lo que aquí sugiero es que, si no existe Dios, no existen los valores (entendidos como algo objetivo y universal, diferente de los intereses egoístas de cada uno). Y entonces la injusticia es, como diría un oriental, una ilusión, algo que no existe realmente. Todo está bien y todo está mal, o mejor; no existen ni el bien ni el mal: todo es lo que debe ser. No hay un lado oscuro ni un lado luminoso de la fuerza: las piedras caen, los gatos se comen a los canarios, y los seres humanos a veces son empáticos y buenrollistas, y a veces cometen Holocaustos. La sabiduría está en vivirlo con paz. No existen valores, sólo hechos. Nadie te ha prometido nada, y no tienes ningún derecho. Las cosas son, no hay ningún deber ser.
Y mi tesis es que, si Dios existe, el valor de la persona humana es algo objetivo, y existen las injusticias, que son, como diría Salinas,
“sombras que la Sombra niegan,pruebas de luz, de que es luztodo el mundo, menos ellas”
Porque, efectivamente, sólo es posible darse cuenta del vacío en un mundo lleno. Sólo se capta el sinsentido dentro de un contexto de sentido. No tendría sentido un chiste en un universo absurdo: lo que hace especial un chiste es que te presenta un vacío (inofensivo) de sentido precisamente allí donde esperarías encontrarlo…un vacío de sentido inofensivo e inesperado, dentro de un contexto de sentido. No tendría gracia un chiste en un universo absurdo, en el que fuera posible y razonable todo y lo contrario de todo. E igualmente, sólo percibes la injusticia en un universo de justicia. Y quizás sólo cuando encuentras la injusticia te das cuenta de que tienes un corazón hecho para la justicia, que sólo encuentra paz en un orden escrito (¿escrito en tu alma, en el cielo estrellado, en el corazón de Dios?). Sólo entonces, porque:
“…you only need the light when it’s burning lowOnly miss the sun when it starts to snowOnly know you love her when you let her goOnly know you’ve been high when you’re feeling lowOnly hate the road when you’re missing homeOnly know you love her when you let her go”
Y entonces, y sólo entonces, tenemos el problema del mal, y nos veremos obligados a intentar explicarlo. Porque, como desarrollaré otro día, un deísta no tiene respuesta al problema del mal, y un cristiano no tiene una explicación, pero sí una respuesta. Pero un ateo (coherente) no tiene, en realidad, ninguna pregunta. Porque un ateo indignado por el mal es, en realidad, un cristiano cabreado con Dios.
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