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A un confesionario de distancia

Todavía me acuerdo, acababa de tomar mi Primera Comunión y mi piedad de niña me llevaba a querer confesarme cada vez que me peleaba con mis hermanas, o cada vez que no ayudaba en lo que me pedían en casa. De chica, siempre viví en las afueras de un pueblo y recuerdo perfectamente de insistirle a mamá para que me dejara tomar un taxi hasta la parroquia Nuestra Señora del Carmen, en el centro, para confesarme con el Padre Roberto. Seguramente, en aquel entonces, me respondió que esa confesión podía esperar al sábado o al domingo, y me habría prometido que llegaríamos más temprano a misa ese día para poder confesarme y comulgar en paz.

Cuánta devoción perdí desde aquella vez por este gran sacramento. Miro para atrás y pienso en la cantidad de oportunidades únicas que desaproveché por no dimensionar las necesidades de mi alma, por estar a las corridas sin detenerme en lo verdaderamente importante. Pero haciendo a un lado la nostalgia y la melancolía, empiezo a entender que para recuperar ese fervor debemos perderle el miedo a autoexaminarnos, al encuentro con nosotros mismos, con nuestras miserias. Al fin y al cabo, el círculo termina siendo virtuoso: con más frecuencia nos confesamos, más gracias recibimos, más cerca de Dios estamos. El ciento por uno ahora, en esta vida.

Sus pecados serán perdonados

En el Credo también recitamos esta verdad tan profunda: “Creo en el perdón de los pecados”.  Es uno de los artículos de fe más reconfortantes. Hasta podríamos decir que es el eje de toda nuestra vida cristiana y el remedio de amor después de las caídas, que a esta altura son muchas. Esta frase, dicha a menudo sin percatarnos de su esencia, nos viene a recordar que no importa cuán alejados estemos de Dios, ni lo que hayamos hecho, ni siquiera importa que seamos nosotros mismos los que no nos perdonemos; Él siempre viene a nuestro encuentro para ofrecernos su perdón y que podamos recomenzar. Solo nos basta la fe, creer verdaderamente en su perdón. La Iglesia, después de cada confesión, también abre sus puertas y nos recibe como al hijo pródigo, y el Cielo se viste de fiesta cada vez que un alma se reconcilia con Dios. ¿Qué pasa que no nos motiva crecer en la vida espiritual?

Dios nos entrega este regalo y quiere que lo aprovechemos al máximo en nuestro paso por la tierra. Y, aunque Él, fuente de toda gracia, ya no esté entre nosotros nos ha dejado un caudal enorme de misericordia y de perdón. El Bautismo, es el primer y gran momento en que recibimos esta poderosa bendición que borra la mancha consecuente del pecado original, purificándonos por enteros. Sin embargo, la gracia del Bautismo no nos libera de las debilidades de nuestra naturaleza, todavía herida.  Y, en consecuencia, toda nuestra vida será un eterno combate contra la concupiscencia.

Pero Dios nos conoce, y aunque sabe de ovejas perdidas y descarriadas, más sabe de amor y misericordia. Por eso con Cristo, instituye el sacramento de la reconciliación para perdonarnos todas las faltas cometidas luego del Bautismo. Miles de caídas, miles de malas contestaciones, egoísmos, maltratos y mentiras serán parte del camino, pero por cada gran falla de nuestra parte, Dios nos gana en amor y nos ofrece la oportunidad de confiar en Él y dejarnos sanar. ¿Somos capaces de aprovechar esa gracia para mejorar o pasamos temporadas enteras sin acercarnos al confesionario?

El perdón, la esencia de Dios

El Papa Francisco enseña que, el perdón de los pecados no es un don que nos podamos administrar nosotros mismos, porque el hombre no tiene el poder de borrar esa huella que la culpa del pecado deja en el alma. Solo Dios es capaz de reconfortarnos con su cálido abrazo. Por eso, si bien es legítimo pedirle perdón a Dios en nuestro fuero íntimo, para purificarnos realmente, y sobre todo de las faltas graves; debemos pasar por la confesión y el sacerdote en nombre de Dios nos brindará la absolución y con ella la gracia (esa protección extra para evitar caer nuevamente).

El perdón no surge de nuestro esfuerzo o de los méritos que hagamos, no tiene relación con la gravedad del pecado cometido ni con la cantidad de veces que hayamos caído en la misma falta, Dios nos perdona siempre. Una y mil veces nos ofrece su misericordia, y si la aceptamos y nos damos cuenta de nuestra pequeñez, la humildad obrará maravillas. Correrá el velo de la mediocridad y de los planes huecos que nos alejan de la primerísima razón por la que estamos en este mundo: ser santos.

Gracias a Dios, la piedad inicial de nuestra vida cristiana y esa sed de darlo todo por quien ya lo ha hecho por nosotros, se puede recuperar si vamos poco a poco poniendo los medios para estar en gracia. Si damos ese primer paso de rodillas en el confesionario, podemos estar seguros que Dios hará el otro noventa por ciento restante para vivir en la paz de quien se sabe hijo. 

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