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Y mi libertad… ¿Qué tiene de malo?

Una de nuestras palabras favoritas es “derecho”. Siempre estamos intentado hacer que se respeten nuestros derechos y queremos conseguir algunos nuevos, es decir, mayor libertad y mejores beneficios. Contrario a esto tenemos un desprecio muy grande por el deber, que nos suena a sacrificio y a una privación de nuestra libertad.

En nuestra vida cristiana tenemos claramente presente varios deberes: ir a misa los domingos, confesarnos al menos una vez al año, hacer sacrificios durante cuaresma… en fin, una lista aparentemente interminable. Al menos a nuestros ojos, los ojos de nosotros que huímos del deber. ¡Y es que el deber es tan controlador y tan ajeno a la espontaneidad del amor y la libertad! ¿Verdad?

Es cierto que en el amor y la libertad hay lugar para la espontaneidad, y qué hermoso cuando sabemos ser espontáneos al darnos a los demás y al vivir. Perder eso es perder un gran tesoro del don de nuestra vida. Pero la espontaneidad no es el amor y no es la libertad, pues el amor y la libertad son tan grandes como lo sean estables, y serán tan auténticos según la profundidad en nuestro ser de la que broten.

Amor y libertad

Si yo escojo hacer un acto de amor por un sentimiento, pues ese amor será tan inestable y superficial como lo es esa emoción. Pero en cambio si yo escojo hacer un acto de amor que brote de un profundo acto de mi voluntad, a pesar de cualquier sentimiento, de cualquier circunstancia, mayor será ese acto. Mientras más incondicional sea ese acto de voluntad, más estaré amando.

Es por eso que la estabilidad es tan importante, porque el que seamos capaces de decidir realizar un acto de amor, no solo por el ahora sino por el devenir, lo hace infinitamente más valioso. ¿Qué nos suena más romántico, “Te amo en este momento, quizás mañana o en cinco minutos no, pero ahora te amo”, o “te amo ahora y te amaré por siempre a pesar de todo lo que pueda pasar?.” La segunda es la que normalmente sale de nuestras bocas, es la que escuchamos en las películas y hace a las mujeres llorar y, secretamente, también a muchos hombres. Pero a la hora de la hora, defendemos la primera sin darnos cuenta. La segunda es bonita pero la primera es la única que estamos dispuestos a ofrecer.

Cuando hago esta ofrenda, este compromiso de amor más grande, lo que hago es que voluntariamente me comprometo, escojo un deber para con esa persona o, en la vida cristiana, para con la fe, con la religión, es decir, con Dios y con la Iglesia.

Preguntar: ¿Por qué tenemos que ir a misa todos los domingos? Es lo equivalente a preguntar ¿Por qué tengo que levantarme a media noche a amamantar a mi bebé? O ¿Por qué tengo que levantarme a trabajar todas las mañanas?

La madre no ve su libertad agraviada por tener que amamantar a media noche. Ella lo hace, aunque no lo quiera o le de demasiada pereza, por amor, porque lo ha escogido previamente y perpetúa esa elección en el tiempo.

El que se levanta a trabajar es porque ha escogido ese empleo y quiere ganarse la vida y crecer profesionalmente y aunque muchos días prefiera quedarse en cama o incluso dejarlo todo, se levanta todos los días porque ve un valor mucho más grande que un “ahora tengo/quiero hacer esto o no”.

¿Por qué asumimos responsabilidades?

Las responsabilidades que implican ser un cristiano las asumimos si queremos y porque queremos. Decir que faltar a misa un domingo cuando no tenga ganas de ir no tiene nada de malo es como decir que no tiene nada de malo faltar al trabajo cuando de verdad no me apetece.

La diferencia de estos dos casos es que en el segundo sufrimos claramente las consecuencias: un llamado de atención, una queja y, si de verdad solo fuéramos al trabajo cuando nos apetezca entonces muy pronto lo perderíamos. Pero ¿con Dios? ¿con la Iglesia? No se nos va a negar la entrada a la Iglesia, no se nos va a castigar ni vamos a perder nuestro “status” como cristiano, entonces, ¿que importa? No vemos consecuencias porque no vemos el valor de ir a misa, no vemos lo valioso que es el don de participar de la celebración pascual y no vemos cómo nuestra misma alma padece esa distancia con Dios.

En fin, comprometerse con algo más allá de lo que un sentimiento me diga en esta o aquella otra situación no tiene nada de malo sino lo contrario. Cualquier cosa que valoramos, cualquier cosa que nos importa de verdad, la ponemos encima de nuestro cansancio, somos capaces de dejar de dormir o comer por aquello que de verdad nos importa, somos capaces de dejar de ver la serie que nos gusta o de esforzarnos por salir de la cama por llegar temprano a ese compromiso con esa persona que deseamos ver.

Si no estoy dispuesto a comprometerme no pasa nada, no voy a misa… Si no estoy dispuesto a comprometerme no pasa nada, no tengo novia o novio… Pero tampoco puedo pretender que mis relaciones sean tan buenas como las de aquellos que de verdad se esfuerzan por estar con su pareja o por estar con Dios, por sacrificarse para acercarse y complacer al otro. Porque el que se compromete, aunque no logre cumplir al cien por ciento pero se siga esforzando, es quien de verdad está amando. La pregunta entonces no es qué tiene de malo dejar de hacer lo que nuestra fe nos exige, la pregunta es qué tanto deseo amar y servir a Dios y qué tanto estoy dispuesto a sacrificar por Él.

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