Hace poco un amigo me comentaba que no entendía qué diferencia había entre tener la fe católica o no tenerla, pues cada vez que le preguntaba a sus amigos católicos sobre sus creencias ellos le hablaban de Dios, pero muy pocos le hablaban de Cristo.
Que Dios “está allá en los cielos” es una creencia que ha acompañado al hombre en toda su historia. La experiencia nos ha demostrado que esto ha sido positivo, siempre que el hombre se ha preguntado por Dios no como un producto del pensamiento humano sino como una realidad independiente que le exige al hombre un esfuerzo por buscarlo y por conocerlo.
Pero con el pretexto de que está en el cielo muchas veces los cristianos olvidamos lo más valioso de nuestra fe: que además de existir ese esfuerzo del hombre por buscarlo a Él (algo común en varias religiones) el Dios de los cristianos también busca al hombre y lo acompaña en su historia. Todo esto con un fin, que por ahora diré incompleto: que seamos felices.
Cuando Dios acompaña a su pueblo escogido (los judíos) le revela los diez mandamientos: el orden –o el camino- con que el hombre puede aspirar, diríamos como los griegos, a una vida buena. Dios nos hace libres para decidir si queremos vivir de acuerdo a esa ley, pero además nos acompaña en nuestra propia vida. Será esa voz de la conciencia que Sócrates menciona en su apología, de la cual dirá “siempre me llevó a hacer el bien”.
Sin embargo, la muestra más clara –para nosotros los cristianos- de que Dios también está en la tierra es que nos envía a su hijo Jesucristo (también Dios), que se da a conocer como perfecto hombre, como una persona, como alguien que podemos conocer y amar. Cristo nos marca con más claridad el camino hacia lo mejor, llamándonos a cada uno por nuestro nombre.
Con la institución de los sacramentos también vemos ese empeño de Dios por acompañarnos en nuestra realidad. Se acerca más a nosotros dándonos la posibilidad de recibir la gracia, pero sin quitarnos nuestra capacidad de elegir, pues a los sacramentos acudimos si queremos.
En el pasaje del joven rico vemos cómo el joven aspira a ser mejor, pero cumplir los mandamientos no le es suficiente y le pregunta a Cristo: “¿qué más debo hacer?”. Cristo le dirá: “deja lo que tienes y sígueme”. Y dirá San Mateo que “el joven se marchó triste porque tenía muchas riquezas”. (Mt. 19, 16-22). La plenitud del hombre no es una vida buena cumplida a medias o forzosamente, sino todo lo contrario, y he aquí la cuestión: el verdadero fin del hombre “no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado” (San Josemaría Escrivá), es que vivamos una vida buena, que seamos felices, por amor.
Todos sabemos que es difícil hablar de amor en el siglo XXI, donde es muy común escuchar que por encima de todo está el propio bienestar, y corremos el riesgo de vivir encerrados en nosotros mismos. Pero –cada quien que lo compruebe en su propia vida- sólo en una constante salida de uno mismo es que los hombres se hacen mejores y felices. Y ahí radica esa lucha de los cristianos por conocer y amar a un Dios que nos busca y nos cuida, a cada uno, desde los cielos y desde la tierra.
Gabriel Capriles
Instagram: @gabcapriles
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