La historia de la Iglesia en su trato con las personas homosexuales no ha sido perfecta, como no lo ha sido tampoco la de otras instituciones religiosas, políticas o de cualquier otro tipo. El tabú que existía sobre el tema y la natural intolerancia humana crearon un clima de rechazo hacia estas personas y solo se lograba lastimarlas.
Nuestra sociedad ha ido aprendiendo a “ponerse en los zapatos del otro”, hemos crecido en la virtud de la empatía, de esta forma somos capaces de entender que las situaciones de los demás no son iguales a las nuestras y que lo que puede estar muy claro para nosotros o que se nos haga muy fácil no significa que para los demás sea así.
A esta gran virtud la ha acompañado una gran mentira y es que somos esclavos de nuestras circunstancias. Reconocemos que no somos culpables de lo que sentimos, no somos culpables de lo que nos sucede ni de lo que acontece a nuestro alrededor, no lo podemos controlar. Al ser esclavos de todas estas circunstancias, pareciera que no nos queda más que actuar acorde a ellas, así nadie es culpable sentir atracciones hacia personas del mismo sexo y tampoco es culpable de tener relaciones con ellas. ¿Pero es esto cierto?
¿Qué dice la Iglesia?
La conclusión de la Iglesia está contenida en el Catecismo. En la segunda sección, artículo 6 en el que habla sobre el sexto mandamiento, dedica los números 2357 al 2359 a hablar sobre la homosexualidad. En estos números deja claro que la Iglesia condena los actos homosexuales como desordenados y por lo tanto pecaminosos, pero establece que las personas que sienten tendencias homosexuales “deben ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta” C.I.C 2358. Esto lo especifica después de establecer cuál es la visión de la Iglesia sobre la sexualidad y sobre cómo debe ser vivida, justificando así su negativa ante los actos homosexuales.
La Iglesia sigue denunciando los actos homosexuales como actos pecaminosos y al igual que otros actos pecaminosos no deben ser promovidos, celebrados y mucho menos practicados. Pero al igual que a cualquier otro pecador, porque todos somos pecadores, debemos tratar a las personas que caen en esta falta con respeto y caridad, al igual que esperamos que se nos trate a nosotros, al igual que quisiéramos que Cristo nos tratara a nosotros. Es por esto que en todo a lo que respecta a promover el respeto y comprensión hacia las personas homosexuales los cristianos debemos estar y en primera línea, pero en lo que respecta a celebrar la homosexualidad no debemos participar.
Don y responsabilidad
El Orgullo LGBTIQ+ (y todas las otras siglas que se sigan añadiendo), proclama celebrar el amor, la tolerancia, el respeto, la igualdad. La Iglesia a pesar de sus fallos a través de la historia, siempre ha promovido estos valores. El problema no es si debería haber tolerancia o no, si deberíamos respetar al otro o no, el problema es si estos actos son legítimos o no.
A la luz de la revolución sexual en la segunda mitad del siglo pasado, el papa Pablo VI escribió una encíclica en la que reflexiona sobre el plan de Dios para la vida conyugal y por lo tanto para la sexualidad. Más adelante San Juan Pablo II nos dedicó varios años de catequesis explicando la visión cristiana del amor y la sexualidad y que hoy conocemos como la Teología del Cuerpo. Gracias a estas reflexiones la Iglesia ha reforzado y actualizado su visión de la sexualidad humana y así guía a los fieles a vivir este don de Dios de la manera en que Él lo quiso para nosotros.
No importa que tan grandes sean las fuerzas que nos inclinan a hacer una cosa u otra, siempre seguimos siendo autores de nuestras acciones y por ende responsables por ellas, de lo contrario no podemos recriminar a quienes roban o matan pues ellos tampoco son libres. La empatía nos ayuda a comprender al otro para ayudarlo y juzgar las cosas con mayor objetividad no para justificar las acciones de los demás.
Nuestra sexualidad es un don de Dios y como todo lo demás que Dios nos da, es bueno e incluso refleja algo de lo divino pero como criaturas libres podemos usar ese don de la manera que Dios ha querido o podemos corromper ese don. La castidad es la virtud a la que estamos llamados todos los hijos de Dios que consiste en vivir de manera ordenada y santa nuestra sexualidad, de vivir y disfrutarla según el plan de Dios y no de una manera que nos pueda destruir a nosotros o a los demás o nuestra relación con Dios.
Pero para ayudar a estas personas antes hay que dar un gran paso, tenemos que dejar de ver la homosexualidad como algo tan determinante en la identidad de una persona, no es una cuestión de “ellos,” sino que son uno más de “nosotros” y ver a cada una de estas personas como un individuo, un hermano que así como nosotros tiene sus defectos, tiene sus dificultades pero más aún tiene grandes virtudes y sobre todo una gran sed de bien, de felicidad y de Dios.
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