Los papistas
Cuando John Kennedy se lanzó a presidente, y más recientemente Jeb Bush, surgió una preocupación ante algunos americanos ¿Cómo podemos permitir tener a un “papista” en la casa blanca? En Estados Unidos se les dice a los católicos “papistas” y ambos candidatos siendo católicos tuvieron que comentar al respecto en algún momento de su campaña, pero ¿Qué era lo que debían aclarar?
El papista es un militante del papa, dobla su voluntad y su razón ante la última autoridad del pontífice. Para el americano tener a un papista en la presidencia es dejarse gobernar por el Romano Pontífice, el jefe supremo de otro estado y peor aún, la última autoridad de una religión, la Iglesia Católica.
No todos los americanos piensan así, pero no solo los americanos piensan así. La idea del católico como un “papista” refleja una concepción muy real sobre la gente de fe, en especial los católicos debido a nuestra fuerte fe en la autoridad del papa. Muchos piensan que los creyentes vivimos de una fe ciega, lo que nos dicen lo creemos, que no buscamos pensar de forma crítica sobre la realidad y para nosotros todo lo inexplicable lo solucionamos diciendo que es un milagro de Dios. También pueden pensar que no tenemos una fe personal, pues creemos lo que nos dice la Iglesia que debemos creer, la tiránica Iglesia nos obliga a creer en sus dogmas y a seguir sus mandamientos.
La libertad de pensamiento
Como todo buen error, está mezclado con mucha verdad, mucha verdad mal interpretada y siempre un poco de mentira. Es cierto que como católicos no podemos creer lo que sea, no porque no nos lo permitan, sino porque dejaríamos de ser católicos. Lo que nos hace miembros de la Iglesia no es el crucifijo colgando en nuestro cuello o el rosario olvidado en la mesa de noche, somos católicos porque creemos algo en común. Nadie está obligado a creer lo que creemos, pero para poder considerarte católico debes creer lo que cree un católico.
En las marchas feministas no se le permite a las feministas pro-vida que se unan, la comunidad LGBTI aplaude a quienes quieren cambiar de sexo pero callan a quienes quieren contar su historia si se arrepienten de haberlo hecho. Los grandes campeones de la libertad y el respeto son los primeros en responder con agresividad ante las ideas diferentes a las suyas. Es que es muy sencillo y obvio, así como un ambientalista que no crea que hay que ocuparse por cuidar el medio ambiente es un absurdo, es absurdo que un católico no profese el credo.
Y es que toda comunidad profesa de algún modo un credo, toda ideología tiene sus dogmas. La completa libertad de pensamiento no puede, y no es, aceptada en la religión, pero tampoco en el ateísmo, no es aceptada entre los que niegan el calentamiento global ni tampoco entre los que lo afirman, simplemente no es posible. Alegar que sólo en el mundo de la religión, o en la Iglesia Católica hay un límite sobre lo que podemos pensar es simplemente absurdo.
El Dogma Cristiano
Si profundizamos un poco más nos damos cuenta de que esa estricta doctrina de la iglesia universal, tan temida y tan dominante, en realidad nos “exige” muy poco para considerarnos católicos. Ante todo, está el contenido del Credo, cosa que prácticamente compartimos en su totalidad con todos los cristianos (quitando algunos elementos que nos pueden diferenciar) y luego la Iglesia ha declarado algunos otros dogmas a través de los siglos que han sido fruto de reflexión en las verdades contenidas en los evangelios y transmitidas por la tradición. En la gran mayoría de los casos, estos dogmas se han tenido que declarar después de que se ha intentado profesar lo contrario y la Iglesia se ha visto en la necesidad de declarar una posición definitiva para que la fe como nos la transmitieron los apóstoles no se vea pervertida. Un dogma es la asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al cielo, algo que no es dogma es si esto sucedió estando ella viva o después de su muerte.
Con mayor atrevimiento digo que somos los creyentes que tenemos mayor libertad de pensamiento, mayor que los materialistas que creen que solo existe el mundo material y no hay ningún tipo de causa o fuerza sobrenatural. Nosotros creemos en los milagros, esto no significa que todo lo que no podemos explicar lo proclamemos automáticamente un milagro, si fuera así no existieran tantos científicos católicos, tantos científicos sacerdotes. La Iglesia siempre ha sido promotora de la ciencia y busca siempre entender a mayor profundidad la realidad y las fuerzas naturales que actúan en el mundo. Nosotros buscamos las causas naturales de las cosas, pero no cerramos nuestra mente a la posibilidad de algo más. El materialista o el ateo no pueden aceptar la posibilidad de algo sobrenatural, todo tiene que tener una explicación científica y si no la logramos conseguir es porque nos faltan avances científicos. Ya su juicio está hecho, incluso antes de tener la evidencia conclusiva que avale su conclusión.
El creyente se puede equivocar, y declarar un milagro algo que no lo es, pero esto no significa que todos los milagros sean falsos, así como la incapacidad de la ciencia de explicar ciertos acontecimientos, o las conclusiones erróneas que haga un científico, no niega la veracidad de las demás afirmaciones de la ciencia.
La fe de la Iglesia
Si nuestra fe es una es porque la verdad es una. La Iglesia es guardiana y maestra de la fe por lo que su labor es custodiarla y transmitirla a todos los hombres y aun así dentro de la Iglesia se promueve el diálogo, el encuentro de ideas y se reconoce que con los fundamentos de la fe que se nos enseñan, y con la asistencia del Espíritu Santo, nosotros somos capaces de tomar decisiones libres sobre cómo cumplir con nuestras responsabilidades y qué debemos hacer para alcanzar la salvación.
La fe, como la verdad, es universal, es decir, católica, no puede ser de una manera para unos y de otra para otros, y aun así es profundamente personal pues la certeza de las verdades de fe brota de una experiencia personal que estamos llamados a hacer, nadie cree porque lo obligan, el que cree es porque tiene fe, se le ha concedido un don y ha logrado experimentar en carne propia las verdades más profundas de las realidad.
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