Como todos los años en esta Navidad recordamos un gran misterio: Dios baja del cielo, se encarna en un niño que nace en un pesebre y que va a morir por cada uno de nosotros. Nos dice, en pocas palabras: “tú me importas”.
Recuerdo la historia de un amigo de mi tío que tenía que pagar una gran deuda. La situación era tan dura que tenía que vender su carro y su casa para poder pagarla. En toda su desgracia se apareció un buen amigo y le dijo: “tranquilo, yo te la pago”. El amigo de mi tío cuenta que nunca se sintió tan tranquilo y agradecido en su vida.
Con Jesús sucede algo parecido. Desde hacía miles de años el hombre tenía una deuda existencial. Se preguntaba: “¿Qué hago aquí?, ¿Cuál es el sentido de mi vida?, ¿Por qué sufro, me voy a morir…?” Hasta que un día Dios se le presenta como un amigo que le dice: “tú tranquilo, yo te resuelvo eso muriendo por ti”. Ante esta muestra de amor surge en muchos hombres una actitud de agradecimiento: “ahora yo voy a darte lo mejor de mí”.
Al mismo tiempo, como cuenta el Papa Francisco, en la oscuridad de la noche, de nuestra vida carente de sentido, se aparece una estrella que nos guía hasta el pesebre. Allí vemos a un niño cuya vida, mirando a futuro, merece la pena ser vivida. Se manifiesta el gran ejemplo a seguir, que deja una huella imborrable en la historia de la humanidad y de todas las religiones (Antes y Después de Cristo, “…un hombre que todo lo hizo bien”, etc). Cristo vive para su Padre Dios y para los demás, vive para amar.
Esto es hoy el drama de muchos de nosotros, que, como dice el siervo de Dios Carlo Acutis “todos nacen como originales, pero muchos mueren como fotocopias”. Todos podemos y queremos dejar una huella original, un antes y un después, al menos en la vida de una persona, pero no todos lo conseguimos. Y Jesús nos da la clave: “vive para los demás, no vivas para ti” o “de nada te servirá divertirte, descansar mucho y sentirte muy inútil”.
Finalmente con el pesebre estamos cerca de recibir un gran don: por medio de la gracia -que nos llega por la Redención- nos convertimos en hijos de Dios. La historia del niño del pesebre, una vida que dio todo de sí, puede repetirse en muchos hombres a lo largo de la historia (salvando distancias). Ser hijo de Dios le da un fundamento sólido a mi existencia como cristiano, que me permite vivir lleno de confianza y esperanza, y que me lleva a dar lo mejor de mí. Allí en el pesebre encontramos el verdadero autoestima del cristiano, que muchas veces tratamos de conseguir en libros de autoayuda: somos niños que vivimos bajo la mirada de nuestro Padre, que quiere lo mejor de cada uno de nosotros.
Así que en esta Navidad tres cosas:
Darle gracias a Dios por salvarme del vacío existencial
Darle gracias por enseñarme cómo vale la pena vivir
Darle gracias por darle un fundamento sólido a mi existencia
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