Hace unos cinco años, en Caracas, conversaba sobre la Virgen María con una señora catequista. Ella se lamentaba de que María fuera un gran obstáculo para el diálogo entre los católicos y los protestantes. Cierto, yo no podía negar esta dificultad. Cuántas acusaciones de este estilo: los católicos son unos idólatras de la Virgen, se olvidan de la centralidad de Jesucristo, han inventado cosas que no están en la Biblia… Y lo peor es que a veces algunos católicos se acomplejan y en aras de un falso diálogo minusvaloran la devoción a nuestra Madre santísima.
La dificultad existe y por eso vamos a reflexionar para despejar algunos posibles malentendidos sobre el misterio de María en el conjunto de nuestra fe.
Siempre me han parecido contundentes las siguientes palabras del Papa san Pablo VI: «Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos, es decir, debemos reconocer la relación esencial, vital y providencial que une a la Virgen con Jesús y que nos abre la vía que conduce a Él» (Homilía del 24 de abril de 1970 en la Misa en el Santuario de Bonaria, Cagliari).
El mismo Papa Pablo VI escribió en 1974 la exhortación apostólica Marialis cultus, sobre la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen María. En ella aclaraba diversos aspectos sin dejar de afirmar con claridad que «la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano» (Maralis cultus, n. 56).
Estas afirmaciones en absoluto menoscaban la centralidad de Cristo. Sí, Cristo es el centro de nuestra fe y junto a Él su Madre ocupa un papel muy importante. De manera que una auténtica piedad cristiana no puede ignorar ni menospreciar el culto mariano. Expliquemos algo más esta cuestión afrontando tres de las objeciones más comunes.
1. Veneramos a María, no la adoramos
Los católicos adoramos única y exclusivamente a Dios. Profesamos esta verdad fundamental desde las primeras palabras del Credo («Creo en un solo Dios») y la asumimos como el primero de los mandamientos en el que todos se resumen («Amarás a Dios sobre todas las cosas»).
A María la veneramos, es decir, la honramos de manera especial. Venerar es «respetar en sumo grado a alguien por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a algo por lo que representa o recuerda» (RAE, Diccionario de la lengua española). Esto es lo que hacemos cuando en el ámbito familiar o civil recordamos con estima a algunos de nuestros antepasados o personajes de la patria.
Solo a Dios tributamos un culto de adoración. En cambio, a los ángeles y santos les tributamos un culto de veneración, pues su ejemplo nos estimula y su intercesión nos ayuda para amar más a Dios y adorarlo mejor; muy por encima de todos ellos sobresale el ejemplo de María –ella no es santa, es santísima– y por eso la veneramos todavía más. En la teología estos tipos de culto reciben el nombre respectivo de culto de latría, culto de dulía y culto de hiperdulía.
2. A Jesús por María
Este adagio es también conocido por su formulación en latín: Ad Iesum per Mariam. Se ha difundido gracias a san Luis María Grignon de Monfort (1673-1716), un sacerdote francés que a inicios del siglo XVIII escribió el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. En este tratado san Luis María propone la consagración a Jesús por medio de María y llega a decir que esta devoción es «el camino más fácil, corto, seguro y perfecto para llegar a Jesucristo».
Todo esto está en sintonía con la tradición de la Iglesia y deriva de la honda compenetración entre Jesús y María. La auténtica espiritualidad cristiana nunca ha visto a María como un fin en sí misma. El fin es Cristo y María es un medio privilegiado. Las dudas al respecto son legítimas y el mismo san Juan Pablo II las albergó en su juventud:
«A mí personalmente, en los años de mi juventud, me ayudó mucho la lectura de este libro, en el que “encontré la respuesta a mis dudas”, debidas al temor de que el culto a María, “si se hace excesivo, acaba por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo” (Don y misterio, BAC 1996, p. 43). Bajo la guía sabia de san Luis María comprendí que, si se vive el misterio de María en Cristo, ese peligro no existe» (Carta de Juan Pablo II a la familia monfortana, 8 de diciembre de 2003).
De hecho, el Catecismo de la Iglesia Católica expresa muy bien que «lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo» (n. 487) Todo el misterio de la Virgen María dimana de Cristo y hacia Él tiende. Y también es verdad que quien encuentra a Jesucristo tal como es, Dios encarnado, «nacido de mujer» (cf. Carta a los Gálatas 4, 4), no puede dejar de considerar a esa mujer predilecta y escogida por Dios.
3. Presencia de María en la Biblia
En la Sagrada Escritura sí hay unas cuantas referencias a María, pocas pero sustanciales. El Magisterio de la Iglesia reconoce con claridad el sentido mariológico de los siguientes dos pasajes del Antiguo Testamento:
«El Señor Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón”» (Génesis 3, 14-15).
«Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Isaías 7, 14).
Estos pasajes son dos profecías muy importantes de la historia de la salvación. En ambos hoy se reconoce tanto el sentido mesiánico como el mariológico. Ya en la preparación remota de nuestra redención se atisba el ligamen profundo entre Cristo y María.
En el Nuevo Testamento son diversos los pasajes donde se habla de la Virgen María. Son muy significativas, entre otras, las narraciones del nacimiento e infancia de Jesús (cf. Mateo 1-2, Lucas 1-2), la presencia de María al pie de la cruz (cf. Juan 19, 25-27) o su apoyo orante a la primera comunidad de la Iglesia (cf. Hechos de los Apóstoles 1, 14).
Resalta de modo singular el episodio de la anunciación del arcángel Gabriel y la encarnación del Verbo en el seno de María (cf. Lucas 1, 26-38). Aquí se basan nuestras oraciones marianas tan arraigadas (avemaría, ángelus y rosario), devociones que por supuesto sí son bíblicas.
Conclusión
Es mucho más lo que se podría decir de la Santísima Virgen María. Con razón decía san Bernardo (1090-1153) que «de María nunca se hablará suficiente» (de Maria nunquam satis). En este mes de mayo, dedicado especialmente a nuestra Madre del cielo, dejo estas pistas con la finalidad de ayudar a apreciar un poco mejor uno de los misterios más dulces y consoladores de nuestra fe católica.
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